​    Los milagros no son sucesos arbitrarios. No introducen el más mínimo desorden en el curso de la naturaleza. Están por encima de ella, pero proceden de la fuente de todo el orden que la naturaleza contiene, a saber, del decreto sapientísimo y santísimo del Dios vivo.

    Hemos hablado acerca de la obra de Dios en la creación, y de las obras de Dios en la providencia. La distinción entre ambas es importante, porque de ella depende nuestra creencia en la existencia real del mundo. Si la obra de Dios en la preservación y gobierno del universo, es lo mismo que su obra en la creación de ese mismo universo, si la creación tiene que renovarse sin cesar segundo tras segundo, entonces se sigue con lógica inevitable que lo que se crea en cada segundo no sigue existiendo.
    Esta idea, dijimos, es completamente contraria a la Biblia. La Biblia enseña con claridad absoluta la existencia real del universo creado.
    Dios creó el universo con la obra de la creación; y luego lo preserva y gobierna con su providencia.

    Pero, ¿tuvo lugar la obra de la creación en un solo acto al comienzo mismo, de modo que después de ese acto inicial la acción de Dios en el universo es sólo providencia y ya no obra creadora? Después de haber creado el mundo, ¿actúa Dios sólo por medio del curso de la naturaleza que Él creó? ¿O acaso actúa alguna que otra vez en forma directa, sin instrumentos o medios?
    No veo por qué deberíamos asumir, sin antes investigarlo, que la alternativa acertada es la primera. No veo nada inicialmente improbable en la segunda alternativa. ¿Por qué habría de ser increíble que Dios, quien una vez creó el mundo de la nada volviera a utilizar su poder creador? ¿Por qué debería parecer increíble que quien una vez actuó sin recurrir a medio ninguno decidiera actuar de nuevo de la misma manera? ¿Por qué habría de pensarse que es necesario que Dios, una vez que hubo creado el curso de la naturaleza, debiera limitarse a servirse del mismo sin poder nunca más volver a actuar en forma independiente de la naturaleza y por encima de la misma?

    Estos interrogantes, según creo, no tienen respuesta. No existe razón ninguna por la que alguien que cree realmente en la creación haya de considerar imposible que Dios interfiera de forma directa en ese mundo con su poder creador. Lo que Dios hizo una vez puede sin duda volver a hacerlo. Actuó en forma independiente del curso de la naturaleza cuando creó dicho curso por primera vez. Puede, por tanto, actuar con semejante independencia del curso de la naturaleza cuantas veces lo quiera.
    Un acto así de Dios, independiente del curso de la naturaleza, recibiría el nombre de «sobrenatural.» No sería contrario a la naturaleza; nunca un acto de Dios puede oponerse a otro; pero sí sería «sobre la naturaleza.» Nadie que realmente crea en el acto creador inicial de Dios puede negar la posibilidad de actos sobrenaturales de Dios que entren a formar parte del curso de la naturaleza.

    Pero aunque estos actos sobrenaturales de Dios que entran a formar parte del curso del mundo sean perfectamente posibles, ¿existen? Dios podría realizarlos, pero ¿los realiza verdaderamente?
    Esta pregunta sólo se puede contestar con un examen del relato de los actos de Dios que se encuentra en la Biblia. Y cuando se examina dicho relato, la respuesta que da parece perfectamente clara. La Biblia refiere con claridad actos de Dios que no son naturales sino sobrenaturales.

    Estos actos sobrenaturales de Dios, esos sucesos sobrenaturales que la Biblia refiere, son de dos clases. Algunos ocurren en el mundo exterior. Estos son los sucesos que se vieron con los ojos del cuerpo o que por lo menos se podrían haber visto con los ojos corporales. Otros son sucesos que ocurren en la esfera oculta del alma.

    No me parece que esta distinción vaya a la raíz misma de las cosas. Debemos eludir  el pensar que un acto sobrenatural que tenga lugar en el alma del hombre sea menos sobrenatural que el suceso sobrenatural que ocurre en el mundo exterior, Por el contrario, deberíamos pensar que es tan sobrenatural como maravilloso. También debemos rehuir  pensar que el suceso sobrenatural que ocurre en el alma del hombre no tenga efectos en el mundo externo. Cuando se produce en el alma del hombre un cambio sobrenatural, las acciones de dicho hombre cambian. Los efectos del cambio sobrenatural son bien visibles y tangibles. Al buen observador no se le escapan; forman parte del mundo externo.

    Sin embargo, la distinción de la que estamos hablando, aunque no debería exagerarse en cuanto a importancia, sí es importante. No deberíamos hacer caso omiso de la misma. No deberíamos prescindir del hecho de que los sucesos sobrenaturales que se refieren en la Biblia son de dos clases. Algunos de ellos son externos y otros no.
    Los que pertenecen a la primera clase, los que son externos, se llaman milagros.

    La Biblia contiene muchos relatos de milagros, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamentos. Entre los milagros del Nuevo Testamento están, por ejemplo, el dar de comer a cinco mil, el andar del Señor sobre las aguas, la resurrección de Lázaro, y la resurrección del Señor mismo.
    Pero ¿qué es un milagro? ¿Cómo se puede definir la palabra «milagro»? Ya hemos dado la respuesta en lo que acabamos de decir. «Milagro es un suceso externo producido en forma inmediata por el poder de Dios.» No veo por qué modificar esta definición, que aprendí de uno de mis profesores hace ya muchos años.

    Al decir que milagro es un suceso que procede en forma inmediata del poder de Dios, no quiero decir que les milagros son actos de Dios, pero otros sucesos no. Por el contrario los sucesos ordinarios son tan actos de Dios como los milagros. Sólo que, en el caso de los sucesos ordinarios Dios se sirve de medios, utiliza el orden de la naturaleza que ha creado para hacer que dichos sucesos ocurran. En cambio, en el caso de los milagros no emplea medio ninguno sino que actúa con su poder creador lo mismo que cuando creó todas las cosas de la nada.

    Se han propuesto otras definiciones de milagro. Se ha dicho a veces que milagro es un suceso extraordinario cuya causa, por nuestra ignorancia, no conocemos. Tiene explicación natural, dicen, pero la desconocemos. Si alguna vez llegáramos a conocer dicha explicación natural, dicho suceso dejaría de ser milagro. Por ello, continúan, muchos sucesos que en otro tiempo se consideraron como milagros ahora ya no se tienen por tales. El progreso de la ciencia, afirman, los ha sacado de la categoría de milagros.

    Es perfectamente evidente que esta definición de milagro en realidad destruye la genuina distinción entre milagros y otros sucesos. La única distinción que queda según dicha definición se halla en nuestra ignorancia. El milagro se define como algo cuya causa de momento desconocemos. Bien, en ese caso no se distingue en realidad de cualquier otro suceso. Dicha definición de hecho niega el carácter distintivo de lo que se define. Los que la proponen vienen a negar, implícitamente, que haya acontecimientos que se salgan del curso de la naturaleza. Todo lo que sucede, afirman, tiene una explicación natural, si bien en algunos casos no sabemos cuál sea dicha explicación.

    Parecida es la definición que algunas personas muy religiosas proponen, en el sentido de que milagro es algo que ocurre según ciertas leyes naturales más elevadas que las que conocemos. Tomemos un milagro como el dar de comer a cinco mil personas, por ejemplo. A primera vista parece que no se pueda explicar según las leyes naturales. Según las que conocemos, cinco panes y dos peces no hubieran podido multiplicarse de repente como para dar de comer a cinco mil. Entonces, ¿deberemos decir que con tal hecho Dios dejó de lado las leyes de la naturaleza que El mismo estableció? De ningún modo, dicen quienes abogan por la definición que estamos exponiendo. Dios no dejó de lado dichas leyes. No, sino que se ha complacido en revelárnoslas.
    He dicho que esta definición de milagro se parece a la que expusimos antes. Hubiera debido decir que no sólo se le parece, sino que son idénticas, a excepción del hecho de que quienes proponen esta segunda definición a menudo tratan de mantener una cierta prerrogativa especial de Dios en el caso de los sucesos llamados milagros. Me parece que más bien se inclinan a decir no sólo que desconocemos las leyes que intervinieron en los sucesos que llamamos milagros sino que nunca las conoceremos. Son leyes misteriosas que Dios ha querido ocultarnos.

    Pero incluso así esta definición niega el carácter distintivo del milagro. Al igual que cualquier otro suceso, milagro, según esta definición, es algo que ocurre dentro del orden de la naturaleza y según las leyes de la misma.
    ¿Por qué habría que defender una definición así? ¿Por qué algunas personas — incluso personas religiosas — parecen temer tanto el admitir el simple hecho de que Dios haya escogido de vez en cuando actuar en forma creadora en el curso del mundo, no según las leyes de la naturaleza que Él mismo estableció sino con la Palabra de su poder al igual que cuando creó el mundo de la nada?
    Me parece que estas personas creen que a no ser que Dios actúe siempre de acuerdo con las leyes de la naturaleza que ha establecido introduce un elemento de desorden y arbitrariedad en el curso del mundo. ¿Acaso Dios quebrantaría sus propias leyes? preguntan indignados. Si lo hiciera, ¿no sería esto una especie de confusión de que sus propias leyes son imperfectas e injustas? ¿No vendría casi a significar que Dios nos traiciona? Dios nos ha colocado en este curso de la naturaleza. Nos ha hecho depender de la operación regular de sus leyes; nos ha hecho confiar en que el sol saldrá por la mañana y se pondrá por la tarde, que la primavera viene después del invierno y el verano después de la primavera. ¿Cómo puede entonces sin algo como mala fe perturbar de forma arbitraria este curso ordenado del universo que ha creado? Si lo hiciera, ¿acaso no destruiría la seguridad que nos ha hecho tener al colocarnos bajo la égida de la ley natural?

    En respuesta a dicha objeción, sólo les pido que piensen en si el simple hecho de que nos hallemos bajo el gobierno de una ley natural es lo que nos da seguridad. ¿Es este universo un lugar tan seguro donde vivir después de todo? Existen algunas fuerzas sumamente destructoras en la naturaleza; y el hombre, quien es parte de dicha naturaleza, se sirve de ellas para la destrucción de la humanidad. Alguna que otra vez leemos relatos imaginarios acerca de rayos o vuelos letales sobre Europa o cosas parecidas. Aunque imaginarias, estas cosas no dejan de tener un buen fundamento científico. No cabe duda de que en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) se progresó mucho en la fabricación de aviones y de gases venenosos. Y desde la guerra se ha progresado todavía más. Los científicos nos dicen que el átomo, aunque diminuto, contiene energía acumulada en cantidades incalculables. ¿Qué puede suceder ahora que el hombre ha des-cubierto cómo liberar dicha energía? ¿Que seguridad nos queda?

    También son infinitas las posibilidades astronómicas de destrucción. Grandes estrellas quedan aniquiladas, y nuestra tierra es un simple satélite diminuto que da vueltas alrededor de una de las estrellas más pequeñas, que llamamos sol. La destrucción de un fragmento tan pequeño no causaría mucha perturbación en la vastísima estructura del universo.
    Hay, además, posibilidades en el curso de la naturaleza mucho más aterradoras que la destrucción repentina de la raza humana y de la tierra en la que habita. Hay la posibilidad que nace de la tiranía del hombre sobre el hombre. Ante nosotros se yergue hoy día la amenaza creciente del espectro de la tiranía de los expertos — tiranía ante la que palidecen todas las tiranías del pasado — tiranía que pondría la vida toda hasta sus más mínimos detalles bajo control y haría que los sueños de libertad y gloria del género humano se convirtieran en cosas del pasado. Tiranías así se han abierto ya paso en Alemania y Rusia. Y también aquí en América es una amenaza. Amenaza a los hombres en todas partes. Si llega a dominar a la raza humana, mucho mejor hubiera sido que el hombre nunca hubiera aparecido sobre la tierra.

    A veces me siento tentado de horrorizarme cuando pienso en estas cosas. Contemplo todo lo hermoso y bueno que hay en el universo, y luego pienso en lo frágil que es lo que lo sostiene. Si pensamos en lo que sabemos de la naturaleza humana y de esa parte de la naturaleza que es lo que llamamos el hombre, casi podemos decir que la misma existencia de la humanidad cuelga de un hilo.
    ¿Dónde encontrar, pues, la seguridad, caso de que se pueda encontrar? Se lo voy a decir. No se halla en la naturaleza; mucho menos se halla en esa parte de la naturaleza que llamamos hombre. Les diré donde se puede encontrar. Se encuentra sólo en Dios.
    ¿Qué garantía tengo de que alguien no va a inventar un gas venenoso que barra con ciudades enteras con una sola bomba? ¿Qué garantía tengo de que el secreto de la energía atómica no vaya a emplearse para la destrucción de la humanidad? ¿Qué garantía tengo de que todas las grandes aspiraciones de la humanidad no acabarán de una forma brutal y absurda?
    No hallo tal garantía en la naturaleza; ni tampoco en el hombre. Nada hay en la composición del universo, en cuanto yo sepa, que excluya la posibilidad de estas cosas.

    ¿Cómo, pues, mantener la ecuanimidad ante las aterradoras posibilidades que la ciencia moderna nos descubre? ¿Cómo sé que sea cual fuere el fin de la raza humana en la tierra, no será brutal ni absurdo, sino tal que sea la realización de un propósito elevado y santo?
    De una manera y sólo de una: por medio de la fe en Dios. En la naturaleza hay fuerzas destructoras. Hay para aterrarse si se piensa en que estas fuerzas se pueden desencadenar sobre nosotros. Hay para aterrarse todavía más si se piensa en que estas fuerzas están cada vez más bajo el control de expertos científicos; porque la tiranía de los expertos es la tiranía más angustiosa que se pueda imaginar.

    Hay una manera y sólo una de dominar este terror. Es recordar que todas las fuerzas destructoras de la naturaleza, e incluso los expertos científicos y seudo científicos que amenazan de tal modo la libertad, son instrumentos en las manos de un Dios que todo lo sabe. Podemos mirar cara a cara los rayos letales y las cantidades inconmensurables de energía destructora almacenada en el átomo, y la amenaza del poder tiránico que está en manos de los siquiatras y de otros expertos de, a veces, muy bajo nivel moral, sin perder la esperanza — podemos mirar cara a cara tales cosas por una razón y sólo una — porque tenemos fe en Dios. A la raza humana le pueden ocurrir cosas aterradoras, pero no la destrucción brutal y sin sentido que podría parecer tan inminente en nuestros días. Podemos confiar en Dios en cuanto a esto. Dios tiene sus propósitos; nos ha revelado parte de los mismos en la Biblia; y podemos confiar en que los llevará a cabo. Nuestra confianza   no   descansa   en   la   naturaleza   sino    en Dios.
    Pero si nuestra confianza descansa en Dios, no hay diferencia esencial en cómo decide Dios que se lleven a cabo sus consejos. Lo hace en parte por medio del curso Se la naturaleza; gobierna todo lo de la naturaleza con su providencia. Pero si decide hacerlo en parte en una forma independiente de la naturaleza, esto no destruye en lo más mínimo nuestra confianza en su sabiduría, bondad y poder.

    Los milagros, en otras palabras, no son sucesos arbitrarios. No introducen el más mínimo desorden en el curso de la naturaleza. Están por encima de la naturaleza, pero proceden de la fuente de todo el orden que la naturaleza contiene, a saber, del decreto sapientísimo y santísimo del Dios vivo.
    Hasta cierto punto nos es posible percibir la razón de los milagros. Los milagros de la Biblia se deben — en su mayor parte, digamos, para proceder con cautela — al hecho del pecado. Cuan-do Dios creó el mundo todo él era bueno. Pero luego entró el pecado. No sabemos por qué lo permitió Dios. Este es el misterio de los misterios. Pero que lo permitió para fines elevados y santos es seguro. El pecado introdujo un trastorno terrible en el curso de la naturaleza. Para corregir dicho trastorno Dios puso en ejercicio su poder creador en los milagros de la Biblia, en especial los grandes milagros de la encarnación y resurrección de Jesucristo nuestro Señor. ¿Destruyen estos milagros benditos nuestra confianza en la regularidad de las leyes de la naturaleza? Desde luego que no. ¿Por qué no? La respuesta es evidente. Simplemente porque son actos del mismo Dios al que se deben las leyes de la naturaleza. Dios no se contradice.

    Los milagros hoy día han cesado. Creo que hay una cierta confusión a este respecto entre los cristianos. ¿Acaso no hemos sido testigos de milagros, algunos de nosotros?, dicen. Un ser querido ha caído enfermo de gravedad. Los médicos lo han considerado un caso perdido y nos han advertido que no hay que abrigar esperanzas. Pero entonces los cristianos han orado; han presentado el caso del ser querido a Dios en oración. Dios ha escuchado la oración, y el ser amado se ha recuperado. ¿No es eso un milagro?
    A esto respondemos que no. Es una obra maravillosa de Dios, pero no es un milagro. Cuando pedimos a Dios la recuperación de la persona amada no pedimos a Dios que realice un milagro como la curación del ciego Bartimeo o como la resurrección de Lázaro. No, le pedimos que use los recursos de la naturaleza para la curación de nuestro ser querido.
    A menudo pedimos a un médico humano que haga lo mismo. Una persona se ve víctima de un ataque. Si no se llama con urgencia al médico la persona se muere. Pero el médico acude y la persona se salva. ¿Cómo ha conseguido tal cosa el médico? No con un milagro, sino con el uso hábil de los medios que la naturaleza ofrece.
    ¿Y por qué no habría que pedir a Dios que haga lo que a una persona finita se le pide que haga? Su poder es mucho mayor que el del médico. ¿Por qué no se le puede pedir que use esos vastos recursos de la naturaleza, que El, a diferencia del médico humano, tiene a mano?

    O veamos eso de orar por la lluvia. ¿Se debe pedir que llueva? se nos pregunta con frecuencia. Si decimos, sí, los escépticos modernos levantan las manos horrorizados. ¿Es posible, dicen, que todavía subsista tal oscurantismo en el siglo veinte? La lluvia y el sol, afirman, se regulan por leyes meteorológicas. ¿Quieren ustedes decir, nos preguntan, que esas leyes pueden ser dejadas de lado por medio de la oración?
    Bien, amigos míos, les aseguro que no veo cómo orar por la lluvia implique pedir a Dios que deje de lado las leyes meteorológicas. No es descabellado pensar que incluso el hombre puede llegar a poder utilizar esas leyes para producir la lluvia a voluntad. De vez en cuando se oye hablar de tal posibilidad. Si se convierte en realidad, podemos pensar que el Centro de Control Meteorológico Climatérico recibirá numerosas peticiones para que por favor envíe la clase de tiempo que uno desee en un lugar determinado.
    En cuanto a mí, espero que nunca llegaremos a esto. Espero, a pesar de las sequías y de las tempestades de arena que nunca lleguemos a poder controlar el tiempo; porque si se llegara a ello me temo que habrá muchas discusiones a-cerca de la clase de tiempo que nos conviene, de modo que lo que ahora es el único tema seguro de conversación se va a convertir en una causa de guerra civil. Pero cuando menos sí se puede decir que el control del tiempo no está en modo alguno más allá de las posibilidades del hombre ¿Por qué entonces no podemos pedir a Dios que haga lo que podríamos pedir a un hombre que hiciera? ¿Por qué no podemos pedir a Dios que use los recursos de la naturaleza cara enviarnos una lluvia refrescante? Dios gobierna el curso de la naturaleza. Puede muy bien ser su voluntad emplear ese curso de la naturaleza e incluso nuestra humilde oración para enviar alivio a una región sedienta.

    Hay una ventaja en el pedir a Dios la lluvia, en comparación con pedirlo a algún burócrata de Washington. Podemos estar completamente seguros en el caso de Dios, y no en el del burócrata de Washington, que no nos concederá lo que pedimos si no conviene o puede perjudicar a alguien.
    Que Dios ordene de este modo los recursos de la naturaleza, no es un milagro. Y repito lo que ya he dicho, que en nuestro tiempo ya no hay milagros.
    No han cesado para siempre; pero de momento sí. Y hay una explicación muy atinada de porqué han cesado. (x) Pero aunque los milagros han cesado otros actos sobrenaturales de Dios se producen a diario, cuando hombres y mujeres nacen de nuevo por la misteriosa acción del Espíritu Santo que la Biblia llama nuevo nacimiento.  

Extracto del libro: «el hombre» de J. Gresham Machen

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