​Hay muchos que llegan a la fe por las distintas evidencias de la resurrección, y tanto la sustancia como la forma de la fe cristiana descansan sobre estas evidencias. Sin ellas, nuestra experiencia de Cristo sería mística y hasta muy equivocada. Tenemos derecho a investigar la evidencia.

….Nos preguntamos: «¿Es posible creer esa noticia tan extraordinaria?». Esta pregunta nos conduce a una investigación sobre las evidencias de la resurrección.

Algunos teólogos modernos sostienen que no hay ninguna necesidad de evidencias históricas para la resurrección de Jesucristo, y para el caso, tampoco son necesarias las evidencias para ninguna otra doctrina de la creencia cristiana. Estas cosas se suponen que son autentificadas únicamente por la lógica de la fe. Por supuesto, en cierto sentido, esto es correcto. Los cristianos sabemos que nuestra fe descansa no en la capacidad con la que demostremos la veracidad de las narraciones bíblicas sino en la actividad sobrenatural del Espíritu Santo dentro de nuestros corazones que nos conduce a la fe. Sin embargo, hay muchos que llegan a la fe por las distintas evidencias de la resurrección, y la sustancia y la forma de la fe cristiana descansan sobre estas evidencias. Sin ellas, nuestra experiencia de Cristo sería mística y hasta muy equivocada.

Tenemos derecho a investigar la evidencia, ya que la Biblia misma nos habla de «muchas pruebas indubitables sobre la resurrección (Hch. 1:3). Hemos de considerar seis de estas evidencias en este capítulo.

La primera evidencia importante de la resurrección de Jesucristo son los propios relatos de la resurrección. Existen cuatro relatos, uno en cada evangelio; más o menos independientes entre sí. Sin embargo, están en armonía entre ellos, y esto ya sugiere su fiabilidad como documentos históricos.

La considerable variación en los detalles que existen entre los cuatro ya está mostrando que son básicamente independientes. Por supuesto, es de esperar que en algunos lugares se superpongan ya que es posible que en la iglesia cristiana primitiva estuvieran circulando informes sobre este acontecimiento cuando se escribieron estos libros. Es posible que distintas personas estuvieran contando lo que había sucedido y que usaran casi las mismas palabras. Pero, obviamente los cuatro escritores no se sentaron juntos y conspiraron para inventar la historia sobre la resurrección de Cristo. Si cuatro personas se hubieran reunido hubieran dicho: «Vamos a inventar un relato sobre la resurrección de Jesucristo» y luego hubieran desarrollado los detalles de su historia, estos relatos tendrían muchos más puntos en común. No nos encontraríamos con tantas aparentes discrepancias. Sin embargo, si la historia no fuera cierta y la hubieran inventado por separado, es imposible que no existiera la concordancia esencial que encontramos en ellos. En otras palabras, la naturaleza de los relatos es la que cabría esperar de cuatro relatos separados preparados por testigos oculares.

Veamos dos ejemplos. En primer lugar nos encontramos con diversas afirmaciones sobre el momento en el que las mujeres llegaron a la tumba. Mateo dice que fue «al amanecer del primer día de la semana» (Mt. 28:1). Marcos dice que fue «muy de mañana, el primer día de la semana… ya salido el sol» (Mr. 16:2). Lucas dice que era «muy de mañana» (Lc. 24:1). Juan dice que «fue de mañana, siendo aún oscuro» (Jn. 20:1). Este tipo de frases son las que los autores habrían estandarizado si hubiesen estado trabajando en conjunto. Pero no hay en realidad ninguna contradicción. Por un lado, si bien Juan dice que todavía estaba oscuro, no dice que estaba muy oscuro; la siguiente frase dice que María Magdalena «vio quitada la piedra del sepulcro». Posiblemente, las mujeres salieron cuando todavía estaba oscuro y llegaron cuando amanecía.

Un segundo ejemplo de esta diversidad de los detalles en medio de la armonía esencial es el listado de las mujeres que hicieron esta primera visita al huerto. Mateo nos dice que eran dos Marías. «María Magdalena y la otra María» (Mt. 28:1). Marcos escribe: «María Magdalena, y María, madre de Jacobo, y Salomé» (Mr. 16:1). Lucas se refiere a «María Magdalena, y Juana, y María madre de Jacobo, y las demás con ellas» (Lc. 24:10). Juan menciona sólo a «María Magdalena» (Jn. 20:1). En realidad, cada una de estas referencias está iluminando a las demás. Marcos y Lucas, por ejemplo, nos explican quién era la «otra María» mencionada por Mateo. Cuando unimos los relatos, encontramos que en esa primera mañana de Pascua, cuando todavía estaba oscuro, por lo menos cinco mujeres se dirigieron a la tumba: María Magdalena (mencionada por los cuatro escritores), María la madre de Jacobo, Salomé, Juana, y por lo menos otra mujer cuyo nombre no conocemos (pero que está de acuerdo con la referencia que Lucas hace a «las demás» mujeres, que incluye a Salomé). El propósito de su visita es ungir el cuerpo de Cristo. Ya saben la dificultad con la que se tendrán que enfrentar, porque la tumba había sido sellada con una gran piedra y no tienen ni idea de qué harán para quitarla. A medida que avanzan, comienza a clarear y cuando llegan ven que la piedra ha sido removida. Esto es algo que no se esperaban; por eso es que aunque les sirve para sus propósitos están trastornadas y no saben qué hacer. Aparentemente, enviaron a María Magdalena de regreso para que les contara a Pedro y a Juan lo que había acontecido; lo que Juan registra, si bien no menciona la presencia de las demás mujeres (Jn. 20:2). Mientras las mujeres la esperan, la mañana continúa despuntando; y animadas por la luz del día, entran en la tumba. Ahora ven a los ángeles y regresan a la ciudad para contar esto a los otros discípulos (Mt. 28:5-7; Mr. 16:5-7; Le. 24:4-7).

Mientras, María Magdalena había encontrado a Pedro y a Juan, quienes inmediatamente  corrieron a la tumba. Juan registra lo que vieron, los lienzos y el sudario, y señala que fue en ese instante cuando creyó (Jn. 20:3-9). Por último, María Magdalena regresa nuevamente a la tumba y es la primera en ver a Jesús (Jn. 20:11-18; comparar con Mr. 16:9). En ese mismo día Jesús se le aparece a las demás mujeres mientras regresan de la tumba, a Pedro, a los discípulos de Emaús, y a los demás que están reunidos esa tarde en Jerusalén.

Hay otros dos factores que sugieren que estos relatos históricos son veraces. El primero es que plantean problemas al lector, problemas que habrían sido eliminados si estos relatos fueran ficticios. Por ejemplo, tenemos el problema, que se repite varias veces, de que los discípulos no siempre reconocieron a Jesús cuando se les apareció. María no lo reconoció en el huerto (Jn. 20:14). Los discípulos de Emaús no sabían quién era (Lc. 24:16). E incluso más adelante, cuando se apareció a muchos de sus discípulos en Galilea, se nos dice que algunos «dudaban» (Mt. 28:17). Desde un punto de vista persuasivo, la inclusión de estos detalles es una tontería. El escéptico los leerá y dirá: «Es obvio que los discípulos no lo reconocieron porque se trataba de otra persona. Sólo los más crédulos creyeron, y eso porque deseaban creer. Se engañaron a sí mismos». Independientemente de lo que se pueda decir con respecto a este argumento, el punto es que la razón por la que se permitió que dichos problemas permanecieran en los relatos es que fue así como ocurrieron las apariciones. En consecuencia, al menos son una evidencia sustancial de que éstos constituyen relatos sinceros de lo que los escritores creyeron.

Otro ejemplo de un problema es lo que Cristo le dice a María, cuando le pide que no le toque porque «aún no he subido a mi Padre» (Jn. 20:17). Mateo, sin embargo, nos dice que Jesús se apareció a las otras mujeres, posiblemente unos minutos después de haberse aparecido a María, y que estas mujeres «acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron» (Mt. 28:9). En toda la historia de la iglesia nadie ha dado una explicación enteramente convincente de esta discrepancia. Pero, cualquiera que sea el motivo, se ha mantenido firme porque así fue como sucedieron los hechos.

Por último, los relatos muestran una sinceridad fundamental y una exactitud a través de su sencillez natural. Si nos propusiéramos escribir un relato sobre la resurrección de Cristo y las apariciones después de su resurrección, ¿podríamos resistir el deseo de describir la resurrección en sí misma —el descenso de los ángeles, la piedra removida, la salida del Señor desde dentro de la tumba? ¿Podríamos resistir el deseo de contar cómo se apareció a Pilato y lo confundió? ¿O cómo se apareció a Caifas y a los demás miembros del Sanedrín? Los diversos evangelios apócrifos (el Evangelio según los Hebreos, el Evangelio de Pedro, los Hechos de Pilato y otros) contienen estos elementos. Sin embargo los autores de los evangelios no incluyen ninguno de estos aspectos, ya sea porque no fue así como sucedieron los hechos o porque los evangelistas no fueron testigos oculares de los mismos. Los evangelios no describen la resurrección porque nadie la presenció. Podría haber sido algo fantástico, pero todos los discípulos llegaron a la tumba después de que Jesús resucitó.

Extracto del libro «Fundamentos de la fe cristiana» de James Montgomery Boice

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