En BOLETÍN SEMANAL

Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustín, para que los pelagianos de nuestro tiempo, es decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios. Con lo cual evidentemente imitan a su padre Pelagio, que empleó la misma calumnia con san Agustín.

Trata San Agustin por extenso esta materia en el libro que titulé “De la Corrección y de la Gracia”, del cual citaré brevemente algunos lugares, aunque con sus mismas palabras. Dice él, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adán, para que usara de ella si quería; pero que a nosotros se nos da para que queramos, y, queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). Así que Adán tuvo el poder, si hubiere querido, mas no tuvo el querer, para poder; a nosotros se nos da el querer y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor: no poder pecar (cap. XII). Y a fin de que no pensemos algunos, como lo hizo el Maestro de las Sentencias’, que se refería a la perfección de que gozamos en la gloria, más abajo quita la duda, diciendo: «La voluntad de los fieles es de tal manera guiada por el Espíritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque así lo quieren; y quieren, porque Dios hace que quieran” (2 Cor. 12:9). Porque si con tan grande debilidad que requiere la intervención de la potencia de Dios para reprimir nuestro orgullo, se quedasen con su voluntad, de suerte que con el favor de Dios pudiesen, si quisieran, y Dios no hiciese que ellos quisieran, en medio de tantas tentaciones su flaca voluntad caería, y con ello no podrían perseverar. Por eso Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad de los hombres dirigiéndola con su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y así, por débil que sea, no puede desfallecer». Poco después, en el capítulo catorce, trata también por extenso de cómo nuestros corazones necesariamente siguen el impulso de Dios, cuando Él los toca, diciendo así: «Es verdad que Dios atrae a los hombres de acuerdo con la voluntad de los mismos y no forzándolos, pero es Él quien les ha dado tal voluntad—.

He aquí, confirmado por boca de san Agustín, nuestro principal intento; a saber: que la gracia no la ofrece Dios solamente para que pueda ser rehusada o aceptada, según le agrade a cada uno, sino que la gracia, y únicamente ella, es la que inclina nuestros corazones a seguir su impulso, y hace que elijan y quieran, de tal manera que todas las buenas obras que se siguen después son frutos y efecto de la misma; y que no hay voluntad alguna que la obedezca, sino la que ella misma ha formado. Y por ello, el mismo san Agustín dice en otra parte, que no hay cosa alguna, pequeña o grande, que haga obrar bien, más que la gracia.

La gracia de la perseverancia es gratuita:

En cuanto a lo que dice en otra parte, que la voluntad no es destruida por la gracia, sino simplemente de mala convertida en buena, y que después de volverla buena, es además ayudada, con esto solamente pretende decir que el hombre no es atraído como si fuese un tronco sin movimiento alguno de su corazón, y como a la fuerza; sino que es de tal manera tocado, que obedece de corazón.

Y que la gracia sea otorgada gratuitamente a los elegidos, lo dice particularmente escribiendo a Paulino: «Sabemos que la gracia de Dios no es dada a todos los hombres; y a los que se les da, no les es dada según el mérito de sus obras, ni los méritos de su voluntad, sino de acuerdo con la gratuita bondad de Dios; y a los que no se les da, sabemos que no se les da por justo juicio de Dios.» Y en la misma carta condena de hecho la opinión de los que piensan que la gracia segunda es dada a los hombres por sus méritos, como si al no rechazar la gracia primera se hubieran hecho dignos de ella. Porque él quiere que Pelagio confiese que la gracia nos es necesaria en toda obra, y que no se da en pago de las obras, para que de veras sea gracia.

Pero no es posible resumir esta materia más brevemente de lo que él lo expone en el capitulo octavo del libro De la Corrección y de la Gracia. Enseña allí primeramente que la voluntad del hombre no alcanza la gracia por su libertad, sino la libertad por la gracia; en segundo lugar, que en virtud de aquella gracia se conforma al bien, porque se le imprime un deleitable afecto a perseverar en él; lo tercero, que es fortalecida con una fuerza invencible para resistir al mal; en cuarto lugar, que estando regida por ella jamás falta, pero si es abandonada, al momento cae otra vez. Asimismo, que por la gratuita misericordia de Dios la voluntad es convertida al bien, y convertida, persevera en él. Que, cuando la voluntad del hombre es guiada al bien, el que, después de ser a él encaminada, sea constante en él, todo esto depende de la voluntad de Dios únicamente, y no de mérito alguno suyo. De esta manera, no le queda al hombre más albedrío – si así se puede llamar – que el que él describe en otro lugar: “tal que ni puede convertirse a Dios, ni permanecer en Dios, mas que por la sola gracia; y que todo cuanto puede, sólo por la gracia lo puede».


Extracto del libro: “Institución de la Religión Cristiana”, de Juan Calvino

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